Deconstruyendo la SGAE

El Palacio de Longoria, sede de la Sociedad General de Autores y Editores, es una olla a presión que estallará, si no se para el fuego interesado que alimenta la tóxica cocción de los intereses contrapuestos de los gremios o Colegios que la componen. Un colectivo, poderosamente acosado por la pujante industria de la comunicación, la hostelería e Internet. Empresas que no podrían operar sin el talento de los creadores, ni de los contenidos artísticos que explotan, y a los que ningunean sus derechos.

A modo de breve guía para entender la estructura de la SGAE, les diré que los cuatro Colegios: Pequeño Derecho, Audiovisual, Gran Derecho y Editores, componen una Junta Directiva de 39 miembros que eligen a su presidente. Los junteros son elegidos en Elecciones Generales que se celebran cada cuatro años. El peso político de los Colegios viene dado por la importancia de cada uno de ellos en la SGAE. Así, a más recaudación más asientos en la Junta. Hay que aclarar que, con este sistema, ningún Colegio puede conseguir la mayoría absoluta.

Mi efímero paso por la Junta Directiva (2012) que presidió el mercurial Antón Reixa —dimití al año de su constitución— me dio la oportunidad de constatar la inoperancia de un sistema con dificultad para conciliar intereses encontrados, en un momento histórico para el desarrollo de las Sociedades de Gestión de Derechos de Propiedad Intelectual y derechos conexos.

La SGAE venía de una intervención de la Guardia Civil en la que sacó a flote las luces y las sombras de una brillante, y al final errática, era capitaneada por el absolutismo de Teddy Bautista. La confusa herencia de los días de vino y rosas marcó el devenir de la Junta durante el tiempo en el que estuve en ella. Se habían hecho inversiones descabelladas en propiedades inmobiliarias impropias de su objeto social, se apostó por el desarrollo de un sistema digital que era inoperante y caro; además, hubo secretismo y clientelismo. Y, para terminar, se descubrieron las trampas de una sociedad, muy tocada, por las corruptelas de una bomba de relojería llamada rueda.

En mi opinión, al invitar Bautista a los Editores al seno de la Sociedad General de Autores en el año 1995 cometió el error de meter al zorro en la jaula de los pájaros cantores. Desde que músicos, libretistas y letristas fundaran la Sociedad General de Autores de España en 1899, al comprar al acaparador editor Florencio Fiscowich “el derecho exclusivo de reproducción” de sus propias obras, los creadores, liberados, montaron su propia estructura de gestión. El subterfugio de cambiar el sentido de la E (España por Editores) en el logo de la Sociedad, dotó de un incalculable poder político al presidente para dominar la Junta y, por ende, la sociedad.

Es evidente que, tradicionalmente, el gremio de la edición musical es, o ha sido, capital para el desarrollo de la industria musical. Pero no pertenece al mundo de la creación que es el de la Sociedad de Autores, de ahí su nombre. Son intermediarios, profesionales a tiempo completo, enfrentados a un, por lo general, desorganizado y poco preparado puñado de músicos. Viejos fiscowiches, que han abusado de su posición dominante, cuya relación con muchos autores está marcada por la existencia de contratos algo leoninos.

La relación del Pequeño Derecho con el audiovisual estaba llena de desconfianza y resquemor. Los Derechos Audiovisuales son muy técnicos y específicos, y la parte musical del audiovisual se regula con reglas diferentes a las de la imagen. Conciliar estos intereses, en los que los dos gremios se consideran la parte perjudicada, robaba mucha energía a las eternas discusiones de las juntas de las que fui partícipe. El ejemplo del poder de la mano que muñe las cosas en la calle Felipe VI se puso de manifiesto al imponer al silente e inoperante José Luis Acosta como presidente de la sociedad.

Del Colegio de Gran Derecho, poco que decir. A los fundadores naturales de la Sociedad General de Autores de España se les tiene un poco relegados y el poder político de sus votos solo sirve en momentos muy puntuales.

El colegio por el que fui elegido como independiente, el de Pequeño Derecho, estaba compuesto, en su mayoría, por gente que venía de la candidatura encabezada por Fernández Sastrón, actual presidente en funciones. Al parecer, alguno de sus componentes militaban en el amaño urdido por las Editoriales de las Cadenas de Televisión para compensar sus cuentas con la SGAE. La tristemente famosa rueda sacó a flote la herrumbre que corrompía los cimientos morales del Colegio. Un avispado tinglado, que beneficiaba a unos en detrimento de la recaudación de otros. Dimití, y me fui mosqueado pensando que la entidad estaba en fase de demolición.

Mañana se vuelve a elegir una nueva Junta en Asamblea General. Estas elecciones prometen ser, one more time, las más controvertidas e importantes del siglo. Las condiciones emocionales en la que esta se celebra no pueden ser peores. Una SGAE internamente más dividida que nunca, y desde fuera interesadamente desacreditada ante el púbico que la percibe como una fábrica de corruptelas, y con su principal Colegio, el de Pequeño Derecho en flagrante descomposición.

Después de muchos años intentando involucrar a jóvenes autores de gran talento, predicamento y popularidad para que aportaran nueva savia y modernidad a la SGAE, la prohibición del voto electrónico, método aceptado en la última Asamblea General con nefastos resultados para los convocantes, ha desalentado a un buen número de aspirantes que han renunciado a su derecho a presentar sus candidaturas y a aceptar los resultados de la votación por el método “tradicional”, al considerar que favorece a los partidarios de la insidiosa rueda.

Aquel año asistí a un buen puñado de juntas en la Sala Falla, cuyo techo, por cierto, está decorado con un pavo real en todo su apogeo y un círculo de humildes golondrinas en vuelo amaestrado. Esta alegoría —no puedo llamarla de otra manera— mostraba a las golondrinas girando sobre mi cabeza como la idea de que había que emprender la deconstrucción de la SGAE. ¿Cómo? Desprendiéndose del palacio y su pompa, modernizando las estructuras para agilizar y simplificar la gestión, invirtiendo en el desarrollo de sistemas digitales de identificación y reparto como los que tienen los países punteros de Europa. Además de todo lo anterior, y para mí más importante, habría que desarrollar un sistema único y general de recaudación y, a la vez, fomentar la gestión y la independencia política de cada uno de los Colegios. Y crear una comisión intercolegial de resolución de conflictos. Creo que cada gremio debe defender sus intereses particulares —y los de sus asociados— para llegar a una gestión más eficaz de su parcela, apoyados por personal técnico especializado. Así, al tener la gestión independiente de nuestro trabajo, será posible evitar caudillismos y megalomanías, y se estará más cerca del socio que es el fin de este invento.

 

Opinión publicada en El País 

 

 

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