Miguel Ríos, doctor honoris causa por la Universidad de Granada (Discurso)

Señora Rectora Magnífica De La Universidad De Granada
Miembros Del Equipo De Gobierno De La Universidad De Granada
Claustro De Profesoras y Profesores
Querida Familia.
Queridos Compañeros.
Queridos Amigos.
Señoras y Señores.
Excelentísimas Autoridades.

Acepté la proposición de ser nombrado Doctor Honoris Causa por la Universi-dad de Granada, salvando las serias dudas que sobre mis merecimientos me embar-gaban. Dudé y consulté a doctos amigos que conocen la casa y su inmarcesible historia. Amigos que tienen la suficiente familiaridad y nombradía para manifestar su opinión sin tapujos. La nómina de Doctores Honoris Causa de esta Universidad es tan apabullante, que me resultaba difícil no sentir el taimado aliento del impostor. Temía y deseaba. Temía que el querer ser querido, algo que me ha empujado a superarme como artista, y el deseo de agradecer los reconocimientos profesionales y sociales con que he sido premiado en mi carrera, me llevaran demasiado lejos en esta ocasión. Deseaba darle gracias a mi vida por propiciar este momento. Deseaba que mi familia y mis amigos fueran testigos de mi alegría. Si para un universitario este es un mo-mento estelar, para alguien carente de ese título, es algo increíble.

Pero fueron los argumentos de mi padrino en esta hermosa ceremonia, profesor D. Antonio Martín Moreno, Catedrático de Historia de la Música de la Universidad de Granada y Director del Departamento de Historia y Ciencias de la Música, los que me animaron a dar el sí. Erudito y conocedor del valor de la música en la historia del desarrollo del ser humano, me convenció con su exposición sobre la importancia de la música popular, y su defensa de la dignidad de las músicas urbanas. Su pensamiento coincide con el del crítico musical del New Yorker, Alex Ross, que en el epílogo de su libro “El ruido eterno” manifiesta: “En el comienzo del siglo XXI, el afán de enfrentar la música clásica a la cultura pop ha dejado ya de tener sentido intelectual o emocional”.

Gracias querido profesor, por hacerme comprender, sin decirlo, que no es solo a mí a quien se honra hoy en esta ceremonia, sin muchos precedentes en la Universidad española, sino a toda una cultura musical y a sus militantes, que han modernizado nuestras vidas, que han luchado contra el pensamiento único, allí donde se manifestase, y que han contaminado de tolerancia las costumbres de una sociedad que sería más hipócrita e insensible a la evolución y al compromiso, y por supuesto muchísimo menos divertida si no hubiera existido el rock and roll.


Quiero extender mi agradecimiento a las personas que apoyaron mi nombra-miento y también a las que disintieron. Claro que me conforta que fueran más las primeras, porque, los pocos que me negaron el plácet, me evitaron la urticaria que provocan las unanimidades a la búlgara. Soy el tercer músico que tiene el honor de ser investido honoris causa por esta Universidad. El primero fue el eximio guitarrista D. Andrés Segovia Torres y el segundo se le otorgó a uno de los pioneros de la musicología española, el profesor D. Miguel Querol Gavaldá. Entiendo que para algunos la música popular no merezca la atención de ser distinguida con tan alto premio, pero, qué le vamos ha hacer, es la única que está viva.

Deseo felicitar de todo corazón a mi compañero de ceremonia profesor D. Mateo Valero Cortés. Su categoría como investigador en el mundo de los sistemas de computación, sus innumerables premios y distinciones, aportan el brillo académico que este solemne acto se merece. Su talento y su currículo hubieran merecido mejor pareja de baile, pero, probablemente, yo sea el único de los dos que lleva la banda de música incorporada a los chips del ADN, lo que, en caso de montar un guateque, es una ventaja.

Señoras y señores, se cumplen por estos días, mes más, mes menos, 65 años del momento iniciático, en el que un discjockey de la ciudad de Cleveland, Estados Unidos, llamado Alan Freed, acuñó el término rock and roll para referirse a un género musical que, en pocos años, revolucionó la sociedad del siglo XX.

Hace 65 años, en 1951, el 7 de junio, yo cumplía siete años y esperaba que me admitieran en Los Salesianos para iniciar mis estudios primarios, el único ciclo aca-démico al que tuve la suerte de asistir. El colegio de los Salesianos, para quien no lo sepa, estaba a escasos cien metros de aquí, en un lugar donde ahora se alzan unos pisos de alto standing, y en frente de los restos del antiguo coso taurino de la ciudad que, por entonces, ya no era más que un enorme montón de ladrillos rojizos, que los curas, en una sisa discreta, utilizaban para las chapuzas de nuestra modesta escuela.

Hace 65 años, este magnífico, sobrio y elegante edificio que ahora nos acoge, no pertenecía a la Universidad de Granada. Era un ruinoso, desmantelado y tétrico manicomio. Un siniestro caserón por cuyas enrejadas ventanas, asomaban los brazos de los pobres internos en un intento de atrapar el aire o llamar la atención del vian-dante, implorantes de libertad, en una estampa más cercana a los estertores de la leja-na edad media, que a los albores de la todavía insospechada revolución juvenil a pun-to de estallar.

Hace 65 años esta estampa que relato, hubiera hecho las delicias de los viajeros románticos que en siglo diecinueve situaron Granada en el mapa emocional del orientalismo. Pero para mí, aquel tiempo representa la visión más triste que recuerdo de mi infancia. Cuando caía la tarde y se encendían las bombillas de 50 vatios, se iluminaba en toda su borrosa suciedad la honda dimensión de nuestro atraso secular. En esos atardeceres lúgubres, de lluvias y fríos eternos, se forjó un carácter, el mío, que necesitó muchos soles para secar el barniz percudido de la melancolía.

A pesar de la grisura en la que nos desenvolvíamos los chaveas de los años cincuenta en este país, algunos fuimos felices. Tuve mi primera “revelación luminosa” unas navidades en las que canté en latín Adeste fideles, como solista en la capilla del colegio, sin entender lo que el texto decía. Fue el primer himno de mi vida. No llegaría a los 12 años cuando descubrí el efecto narcótico que produce una voz bien temperada. La magia que se fabrica en el silencio, cuando la voz humana ocupa el espacio del corazón. La dimensión espiritual que despierta el vuelo de una melodía en la reverberación perfecta de la capilla del colegio. Sesenta años después escribo para constatar que los ecos de aquel sonido iniciático resuenan en mi memoria como el mantra emocional que me ayudó a encontrar el camino. Muchas veces me he sentido investido con el poder misterioso del chamán, y mi garganta ha emitido sonidos que vibraban en la onda de la gente que se reunía alrededor del fuego mágico del escenario.

No sé cuántos de mis compañeros de entonces cursaron estudios superiores porque nuestras vidas tomaron rumbos muy diferentes. Supongo que algunos llega-rían a realizar sus sueños en las aulas de esta Universidad bajo el águila bicéfala de Carlos V. Por las publicaciones de los antiguos alumnos salesianos, sé que muchos se enrolaron en la escuela de artes y oficios y otros en oficios sin arte. En aquel tiempo, y parece que ahora atacamos el ritornello de la antigua y odiosa melodía de la carestía, la Universidad era un lujo quimérico para los hijos de la clase obrera. Estaba tan alejada de nuestras expectativas, de nuestros presupuestos económicos y vitales, que ni se planteaba. No, al menos, en mi barrio. No sé si fui yo y mis circunstancias, o fueron mis maestros y sus métodos, quien equivocó el camino. No sé si fue la semilla o el terreno. Solo recuerdo un mosqueo sordo por no estar en el grupo de compañeros que pasaron al instituto, después del verano del 58. Intuía que algo me perdía.

Con catorce años entré a trabajar como aprendiz de hortera en los primeros y más rutilantes grandes almacenes de la ciudad que tomaron el apellido de su dueño: Olmedo. (Por favor, entiendan la palabra hortera como aparece en la primera acepción del Diccionario de la RAE, porque uno, en lo personal, siempre ha intentado ser muy moderno). Allí, en la tienda, perdida toda esperanza de acceder a una educación reglada de carácter superior, me introduje en el parvulario que, años después, me llevaría a ingresar en lo que se conoce popularmente como la universidad de la calle. Las primeras clases versaban sobre cómo sobrevivir a las putadas y a las bromas de los jefes, aprendiendo a pasar desapercibido.

Entre popelines y astracanes, conforme con el diseño subalterno de mi destino, pasaba la adolescencia en perenne combate contra las hormonas que, irremediable-mente, me enfrentaban con los débiles compromisos de pureza adquiridos en el colegio. Un inesperado golpe de fortuna sacudió mi vida. En 1960 me nombraron apren-diz en la nueva sección de discos que se instaló en el Anexo de Olmedo, y la suerte se puso de mi parte al ponerme en bandeja de vinilo una profesión para la que, sin saber porqué, descubrí que había nacido. Allí, con una década de retraso, empecé a recibir la nueva doctrina del rock and roll, en la que me matricularía siguiendo los inciertos pasos de los adelantados de la modernidad, en esta tierra de inviolables tradiciones. Abría las cajas de los discos que encerraban las joyas que me marcarían el camino, y el perfume tóxico del plástico fino me insufló el valor que no tenía para emular las vidas de los tipos que aparecían en las portadas.

El rock and roll nació muy lejos de aquí. Apuntan los historiadores del genero a los tugurios del río Mississippi, donde se divertían los chicos malos afroamericanos. Desde allí, revolucionó el paraíso de la abundancia en que se habían convertido los Estados Unidos de América después de ganar la Segunda Guerra Mundial. Su frescura iconoclasta sirvió de banda sonora a la emancipación de la juventud del incontestable poder del padre. Por vez primera en la historia reciente de la humanidad, la visualización de lo joven como poder generacional, tuvo su eclosión planetaria impulsada, entre otras manifestaciones contraculturales, por la música del rey del rock, un tipo llamado Elvis Presley, cuyos golpes de pelvis escandalizaron a una sociedad instalada en la guerra fría, en el poder hegemónico de la mayoría blanca conservadora y en la despreciable segregación racial.

Aquel maremoto cultural inundó las costas del llamado “mundo occidental” y me arrastró fuera de Granada con todas las papeletas para naufragar. Solo me sostuvo en la aventura, la irracional alegría que siempre me ha producido cantar, la falta de brillo del futuro en la patria chica y la necesidad de inocularme, e inocular, el virus del rock a cuanta más gente mejor. En los años sesenta Granada y rock and roll era un oxímoron. No como en estas últimas décadas, en las que las bandas locales de música pop, con las que me gustaría compartir este reconocimiento, se han convertido en un referente nacional y en una de las atracciones de la oferta cultural de la ciudad.

Así que hice el camino opuesto al de Boabdil el chico, y me fui al norte. Había que buscarse la vida lejos de casa, algo doloroso pero inevitable. En todas las biografías el azar juega un papel decisivo cuando lo analizas desde la perspectiva que da el tiempo. Pero para no desmentir al biólogo, fue la necesidad la que me empujó a vencer mi cortedad intelectual, mi cateta candidez, la fragilidad emocional que me pro-voca la caída de la tarde en una ciudad ajena. Fue la necesidad la que me ayudó a vencer el miedo al ridículo y al rechazo. De ella aprendí a dominar el sonido que hace el aire al pasar por las cuerdas vocales. A buscar el color de voz que me identificara entre mis compañeros. A sentir el placer que producía mi incipiente canto en mis se-mejantes. Fue ese placer, el que me hizo sacrificarme, estudiar, pasarlas canutas y volar, y caer y volver a volar. Todo el mundo sabe que para volar es imprescindible abandonar el nido.

Años más tarde, y ya con un relativo éxito a nivel nacional, un antiguo amigo, poseedor de ese famoso y característico rasgo local consistente en rebajar la ilusión ajena, al que el profesor Francisco Murillo Ferrol llamó desde esta misma tribuna “la destrucción del mito subjetivo”, o sea, lo que hoy en román paladino llamamos, malafollá, se refería a mí como “granadino de puente aéreo”. Se ufanaba de su fidelidad al terruño. Creía que bajo el influjo narcótico de la belleza del monumento nazarí se hacía más patria chica que largándose en busca de aventuras y desasosiegos.

Pero para ingresar en la universidad de la música urbana, había que abrazar la vida sin red, lejos del letargo de la ciudad encantada. Quemar las naves, cambiar de nombre. Estar dispuesto a vender el alma por un acorde de séptima mayor. Aprender a comprimir una lengua antigua y hermosa en un corsé de ritmos sincopados, plaga-dos de monosílabos percutientes. Se necesitaba abrazar una Fe sostenida en tres acordes, que producían una descarga emocional desconocida y transformadora. El valor para adentrarse en el laberinto de la Torre de Babel, para aferrarse a la traducción del mensaje de una nueva cultura, oscura, ajena, extraña, pero también nuestra.

“Todo se lo debo al rock and roll”. Así titulé una canción de corte autobiográfico que escribí en 1986, que bien podría servirme de epitafio, o como título de estas palabras de agradecimiento.

Desde la irreverencia provocativa de los Doors a la autenticidad racial de BB King; la poesía urbana de Bob Dylan a la sin par creatividad de Los Beatles; desde el desgarro de Ray Charles al susurro envolvente de Leonard Cohen; del colocón psicodélico de Hendrix al compromiso creativo de Peter Gabriel; de la inagotable energía de Bruce Springsteen a la sensibilidad cristalina de Don McLean; de la espiritualidad de Cat Stevens a la longevidad de sus satánica majestades los Rolling Stones; desde el fascinante travestismo de David Bowie a la seriedad vertical de Johnny Cash. Des-de todos esos espejos, hasta la inspiración pionera de Los Estudiantes o la rivalidad primaria de Micky y los Tonys en las matinales del Circo Price; la indiscutible maestría de Enrique Guzmán o la beatelmaníaca elegancia de Los Brincos; la magia etérea de Triana o la huella estoniana de Burning; la honrada autenticidad de Rosendo o la rima acertada de Sabina; la búsqueda implacable de Auserón, o el talento austero de Lapido; la fragilidad esotérica de Antonio Vega o la curva fatídica de Los Ángeles; la pisada americana de Quique González o el talentoso mestizaje de Quico Veneno; el imbatible poderío de Carlos Tarque o la frescura vocal de Amaral. Todos estos y mu-chos más que no nombro por falta de espacio, que no por escasez de adjetivos que canten su gloria y mi devoción; todos ellos, digo, forman parte de mi canción y de la evolución sostenida de una música que, en su forma embrionaria, colocó a mi gene-ración en el camino de la libertad y la independencia. Todos y cada uno doctores Honoris Causa por la universidad popular de la calle, al menos en las cátedras de emocionalidad y supervivencia. Su talento se fue forjando, tomando prestado cosas de los que los precedieron. Trabajando en la cuerda floja y aportando sus vivencias, y sirviendo de eslabón en una espiral de imitaciones, a la que se enganchaba el próximo en la cadena. Así aprendió Dylan de Peter Segger, Elvis del rhythm and blues de los negros de la calle Beale de Memphis, o los Rolling de la autenticidad negra de Muddy Waters. Para formar parte de esa espiral creativa tienes que tener algo de talento, pero lo imprescindible es la determinación que te da la vocación, el trabajo y, por supuesto, la suerte. De vez en cuando, el vórtice de la espiral se ilumina por el genuino brillo de alguna estrella genial que aporta una nueva luz, un nuevo color, e, incluso una nueva espiral que inspira un nuevo paradigma. Eso pasó con el rock and roll respecto a la gran música popular americana de la primera mitad del siglo pasado. Se convirtió en el nuevo paradigma. Eso pasó con el rock anda roll respecto a la gran música popular americana de la primera mitad del siglo pasado.

Quiero dedicar unas palabras para dos paisanos, coetáneos míos, a los que una muerte inesperada y, quizás evitable, se los llevó de nuestro lado cuando estaban en su sazón creativa. Me refiero a Carlos Cano y a Enrique Morente. Los dos fueron seres de plata para el desarrollo cultural de esta ciudad, de Andalucía, España y la humanidad. Su aportación al patrimonio común de los nacidos en Granada es inmenso. Deberían haber recibido el honor que hoy se me brinda a mí y que yo ofrezco a su memoria. Me gustaría terminar con un ruego, y espero que no se me mal entienda en este día tan hermoso en el que mi modesta persona se pone al servicio de esta institución imprescindible: por favor, pido a la Universidad de Granada que tutele con su solvencia intelectual, el desarrollo moral y material de la ciudad que la cobija. Que interactúe con la universidad popular de la calle. Esta institución y su profesorado, depositarios de los mejores valores del ser humano, debe ejercer su auctoritas en el devenir de la ciudad. Me parece algo impensable, que la formidable acumulación de conocimiento de esta casa, se quede en las aulas y no se derrame en una ciudad que necesita de la actitud crítica de sus ciudadanos, para vivir un futuro propio y razonable. El rockero argentino Fito Páez canta unos versos que bien pueden servir de colofón a estas palabras de amor: “Quién dice que todo está perdido/ yo vengo a ofrecer mi corazón”. El corazón de Granada late en su Universidad.

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